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martes, 3 de abril de 2012

La simiente psicológica del maltrato

Los hombres que fueron más maltratados son los que más maltratan a sus esposas”.
Saunders (1992)



Según Dutton, los resultados de sus estudios sobre el pasado de los maltratadores revelan que, la mayoría fueron maltratados por sus padres física y emocionalmente, y esto a la larga les influyó en la manera de tratar a sus mujeres. Ante esta situación el niño empieza a desarrollar el sentimiento de vergüenza y el rechazo por parte de sus padres. El maltrato emocional es el que toma un papel muy relevante a la hora de la creación de un “futuro maltratador”, los ataques continuos que recibe atacan a su personalidad a su identidad del sí- mismo, humillación... este tipo de episodios vividos durante la infancia tienen mucha relación con los episodios de ira en la etapa adulta.

“Los principales aportes a la violencia familiar con origen en la niñez son (en orden de:

Sentirse rechazado por el padre

Sentir falta de afecto del padre

Ser maltratado físicamente por el padre

Sentirse rechazado por la madre”


Como se puede observar, la influencia del padre es determinante.

Cuando un niño siente rechazo por parte del padre comienzan las inseguridades que le permiten al individuo crear una personalidad estable. Sienten que todo lo hacen mal, que no sirven para nada, siente que no podrá llegar a ser amado por sus progenitores.

Con frecuencia los hombres violentos son incapaces de recordar su infancia, presentan lagunas, aunque tengan recuerdos es muy complicado que el hombre violento relate episodios que pudo vivir.
La madre también juega un papel en el desarrollo de la personalidad del hijo, aunque de manera muy diferente. Las madres de los hombres violentos o maltratadores suelen, por lo general, haber sido mujeres maltratadas física o emocionalmente al igual que sus hijos. Vivir esa situación les impide atender las demandas de afecto de su hijo, de tal modo que el hijo pasa demasiado tiempo “cortejando” a la madre para poder obtener su atención.

La mujer maltratada y despojada de su propia identidad, sufre muchas dificultades a la hora de cuidar a su hijo. Esto influye ya que, cuando un niño llora y su madre no atiende a consolarlo, el niño no es capaz de controlar su frustración y es capaz de consolarse, ya que no sabe hacerlo por si solo, es algo que los niños aprenden a hacer mediante el consuelo materno. Un niño el cual por los motivos que sean no ha podido consolarse, provoca en la etapa adulta ataques de ira que no puede controlar, brotes violentos, agresiones, angustia, depresiones, etc.

Cuando en un matrimonio, se produce un altercado como el que relatan las víctimas en las cuales declaran: “es como si fueran dos personas distintas”, “nuestros amigos y familiares no me creerías”, “puede llamarme santa, adularme y tratarme como una reina y a los cinco minutos llamarme puta”... en realidad en ese momento el maltratador está proyectando en ese momento todos sus traumas infantiles y se produce la disociación del sí mismo. Y esa ira que vuelcan en sus esposas es la consecuencia de los sentimientos hacia sus progenitores.

Es muy difícil, por no decir improbable “curar” al maltratador, pero si tenemos en nuestras manos el conocimiento de su origen, de porque un sujeto desarrolla esa personalidad, es más fácil luchar contra el maltrato. Es muy importante detectar ciertas pautas de comportamiento antisociales en niños pequeños para poder evitar que desarrolle una personalidad violenta.

“Los adultos analizados (hombres y mujeres) que maltratan nos ayudan a comprender a los niños maltratados: ellos también sufrieron trastornos que amenazaban su salud, y elaboraron con dificultad haber sido niños maltratados. Padecen:

-"Negacionismo familiar": las vejaciones que sufrieron durante la infancia no han sido reprimidas ni olvidadas; por el contrario, se recuerdan fácilmente, pero no parece importarles demasiado.

-"Identificación con el agresor" : de niños veían al adulto agresor como alguien fuerte, y al que no les protegía como alguien débil; entonces, de niños, querían convertirse en el fuerte, su agresor, porque pensaban que era la manera más segura de sobrevivir.

-"Repetición": la violencia se repite. El niño, después adulto, la repite en su interior, a través de pesadillas, terrores nocturnos, se despierta chillando, etc., o la revive despierto, y recuerda las situaciones con sudoraciones, taquicardias, con la impresión de no poder aguantar todo lo que le pasó y con temor a volverse loco.

-"Deseo de venganza": la violencia recibida produce el deseo de defenderse, y cuando uno no puede hacerlo adecuadamente, siente cólera, rabia, y el irrefrenable deseo de vengarse. Es por eso que decimos que la violencia genera violencia”.




EL APRENDIZAJE DE LA VIOLENCIA

En muchas ocasiones se comete el error de atribuir la violencia masculina a la socialización: a las expectativas masculinas de privilegios y poder.
La socialización tiene que combinarse con influencias psicológicas actuantes en una etapa anterior del desarrollo. La mayor parte de la violencia ejercida, obedece a un profundo sentimiento de impotencia que se remonta a las primeras etapas del desarrollo.

El niño cuyas primeras experiencias han sido disfuncionales, cuyo sentido de identidad no ha sido apuntalado por el afecto de la madre y la presencia del padre, es el que tiene más probabilidad de buscar aspectos de la cultura que refuercen o justifiquen su violencia. La sociedad puede proporcionar actitudes negativas hacia las mujeres y la aceptación de la violencia como medio de resolver conflictos, además de ayudar a modelar la agresión, enseña los medios.

Los hombres tienen creencias diferentes sobre las mujeres, una necesidad variable de ejercer poder sobre ellas y distintos modos de tratarlas. La adopción de los aspectos más desfavorables para las mujeres de cualquier legado cultural es más recuente en los hombres que adolecen de una temprana deficiencia evolutiva que conduce a la formación de una personalidad violenta.

La violencia comienza en la familia de origen, cuando el niño es avergonzado y maltratado por el padre y desarrolla un apego inseguro hacia una madre que es a su vez maltratada con frecuencia. En algunos casos los hijos de los padres violentos rechazan firmemente la violencia, quizá porque se definen a sí mismos por oposición a sus padres.

Los niños que han sido objeto de malos tratos o haberlos presenciado aumenta la probabilidad de convertirse en una persona violenta. Pero a su vez, la mayor parte de los niños maltratados no se convierten en personas violentas, aunque la imitación y la observación influyen en la vida posterior, no determinan por sí la conducta. En el caso del golpeador cíclico, la violencia surge de la combinación de la humillación provocada por el padre, el apego ambivalente a la madre y la socialización vinculada a los roles sexuales.

Otros pueden haber sufrido la influencia de lo que llamamos factores de protección, es decir, de acontecimientos favorables capaces de mitigar los efectos de las experiencias negativas tempranas. Uno de esos factores es haber tenido en la niñez ayuda de al menos una persona adulta en un medio por lo demás hostil. Otro, es formar parte, en la edad adulta, de una familia que brinde apoyo emocional. Recibir psicoterapia también es útil, en el caso de un adolescente o un joven adulto, para interrumpir el ciclo de la violencia.

Impacto emocional de la violencia en el niño.

El niño que observa o sufre en sí mismo sus actos de violencia se considera omnipotente. Durante un episodio de esa índole, el niño experimenta excitación aversiva, un estado desagradable de tensión y agitación frenética que piensa que debe dominar para sobrevivir. Hay dos posibilidades, si no puede controlar lo que sucede, tratará de reducir la tensión utilizando cualquier medio que no represente un riesgo para él, por lo general huyendo o aislándose de lo que le rodea. Cuando los medios para mantener la tranquilidad le están vedados, el joven se encontrará en el estado de impotencia aprendida, en esas difíciles circunstancias el niño traga su rabia y se siente avergonzado por su propia impotencia, lo que debilita aún más su concepto de sí mismo.

Cuando es crónica, la violencia paterna desgasta las defensas del niño hasta anular la voluntad de utilizar estrategias activas para reducir los sentimientos negativos. Muchos de los niños que crecen en hogares violentos aprenden a retraerse pasivamente como un medio de disminuir la excitación aversiva que experimentan. Se refugian en otros mundos. Otra reacción a los traumas reiterados es la disociación: el individuo aprende a separar su cuerpo de su mente, algunos terapeutas lo llaman entumecimiento psíquico.

Cuando no logran reducir el sufrimiento por medio de estas maniobras evasivas, las víctimas prueban estrategias más radicales, como huir, enfermarse o suicidarse. Si el niño considera que el acontecimiento negativo es controlable, su excitación aversiva se convierte en ira. La ira lo predispone a la acción y neutraliza cualquiera otra emoción inaceptable.

Dejarse llevar por la ira puede ser algo intrínsecamente placentero. Según el psicólogo Raymond Novaco, la ira puede también impartir energía y aumentar el vigor con que actuamos. La ira proclama nuestra fuerza, nuestra disposición a usarla y nuestra resolución.

Los hombres violentos utilizan la ira para disimular sentimientos penosos como el miedo y el rechazo, asociados con su apego ambivalente o temeroso, de un modo que esta armonía con su rol sexual y su concepción de la virilidad. El apego temeroso se convierte en apego colérico.

El objetivo de la agresión es controlar y cambiar a la gente. Si el agresor grita, pisa fuerte, amenaza con causar un daño físico y luego cumple su amenaza, los demás lo obedecen. El hombre violento usa la agresión para controlar el grado de intimidad en una relación. La violencia empieza a incubarse en la familia de origen cuando el niño es avergonzado y maltratado por el padre y desarrolla un apego inseguro hacia la madre, que a su vez es maltratada

LA ADOLESCENCIA DEL HOMBRE VIOLENTO

El rechazo de la experiencia emocional interna le crea problemas especiales a un joven cuyo mundo subjetivo está lleno de ansiedad, depresión e ira.

El muchacho pre-violento desarrolla dos esquemas inconscientes de las mujeres: su mente alberga el modelo de una madre complaciente y el de una madre malvada que lo frustraba. Divide a las mujeres en dos categorías rígidas: las buenas y las malas.

El adolescente violento recurre a la misoginia difundida en la cultura para facilitar y reforzar sus opiniones. Las actitudes negativas hacia las mujeres no son, en sí mismas, la causa primera de su conducta. Más bien son subproductos de la violencia, pero su mensaje no influye en todos los ámbitos. Los jóvenes violentos buscan en la cultura creencias que les permitan racionalizar su ira preexistente contra las mujeres. La invulnerabilidad requiere el embotamiento gradual de las emociones incompatibles con la agencia: la ansiedad, la dependencia y el miedo. Estas emociones más débiles son transformadas y subsumidas en acciones congruentes con el rol: la ira y la violencia.

La personalidad violenta se origina e una etapa temprana del desarrollo y luego se recrea reiteradamente a sí misma durante la adolescencia, con la complicidad de la cultura. Con cada recreación la personalidad se vuelve más arraigada, más intransigente y más ingobernable.

En conclusíon, la mayor parte de la violencia ejercida, se debe a un profundo sentimiento de impotencia que se genera en las primeras etapas del desarrollo.
Esto se debe a: 
Experiencias disfuncionales.
Humillación y maltrato.
                        Apego inseguro hacia la madre.

Teniendo esto en cuenta, solo se podrá evitar la violencia de género cuando se evite la nueva formación de nuevos maltratadores, y ya que la "cura" parece improbable, el objetivo sería la detección precoz de los mismos para ayudarles como víctimas si es necesario, y de este modo evitar que el mismo se convierta en verdugo.

Cortometraje: Mamás y Papás




Bibliografía:

Dutton, DG. El golpeador. Paidós.

Artículo. Lorente, M. Violencia contra la mujer: Un problema de salud.


Corsi, J. Violencia familiar. Buenos Aires: Paidós (1997)

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